(COLUMNA 1 / publicada el 16-07-2013)
Simone de Beauvoir, en El Segundo Sexo, postula que la mujer no es, se hace, que la figura/identidad/rol
“mujer” es un constructo elaborado por la civilización.
La ciencia ficción, como producto cultural,
como fruto y reflejo de la sociedad que la genera, repite fielmente sus
patrones y ha ido otorgándole diferentes roles a la mujer, los mismos que
admite para la hembra humana en ese conjunto de relaciones que llamamos
sociedad, roles que terminan definiéndola, tanto por la forma en que se la ha
representado como también por el lugar que se le dio a las escritoras mujeres.
Es bien sabido, sobre todo con la
ciencia ficción, que realidad y ficción se retroalimentan (basta mirar a
nuestro alrededor para encontrar toda clase de evidencias), y es
fascinante ver como se condicionan mutuamente. Puede decirse que estas dos
corrientes —la ficción y lo que denominamos realidad— son una sola
realidad escindida, una realidad que se proyecta para observarse, para
aprender, ensayar, proponer, prospectar, y en definitiva, para conocerse mejor
a sí misma.
La contra de eso es que no se puede
hablar de lo que no se conoce, de lo que no existe ni siquiera como idea, de lo
que no se admite ni siquiera como posibilidad, y a la vez es muy difícil tratar
de ser algo de lo que no se ha conocido ningún ejemplo.
Aunque existe consenso respecto a que la
primera obra de ciencia ficción fue escrita por una mujer, Mary Shelly, las
mujeres siguen siendo minoría dentro de la ciencia ficción (minoría como
personajes importantes, pero también como escritoras y lectoras).
Pamela Sargent, en el extenso y bien documentado prólogo
de su célebre antología Women
of Wonder, hace un repaso de la evolución de la presencia femenina en el
género. Comenta que la mayoría de las mujeres representadas en los relatos de
la Época de Oro de la ciencia ficción son amas de casa; aunque se hallen en
otros planetas o en un mundo postapocalíptico, lo que podría suponerse
alteraría los roles en la sociedad, ellas siguen dedicándose por completo a sus
esposos y a la crianza de los hijos; si llegan a ser solteras y tienen alguna
ocupación fuera de lo común (soldado, científica, etc.), siempre albergan el
secreto o manifiesto deseo de convertirse en devotas esposas y madres. El otro
papel es el de la ninfa, la tentadora, la femme fatal generalmente malvada.
Oposición de roles vieja como la Biblia.
Salvo honrosas excepciones, esto siguió
siendo así hasta la llegada de new wave y de escritoras como Úrsula K. Le Guin,
que pudieron empezar a “contar” a la mujer y la diferencia entre los sexos
desde otro lugar (su novela La
mano izquierda de la oscuridad es
un manual al respecto).
La sociedad, que ha forjado los roles
masculinos y femeninos, siempre se halló más cómoda en el status quo, en la
repetición de lo aprendido, en lo bien definido, colores plenos sin grises
posibles; le cuesta tratar con lo que no entra en los grandes y viejos
esquemas, esquemas de probada efectividad.
Podría esperarse que la CF
—especialmente la CF, cuya característica es tratar de ver más allá— estuviera
libre de esos condicionamientos, sin embargo Sargent escribió ese prólogo hace
casi 40 años y la presencia de la mujer en el género sigue definiéndose.
Finalmente, como en la sociedad misma,
se trata de la puja para conformar la identidad, entre esencia y entorno, entre
individuo y comunidad, entre voluntad y mandato. Entre lo que deseamos ser y lo
que nos enseñan que debemos ser, lo que se espera de nosotros.
La intención de esta columna, de la serie
de artículos que iniciamos con este y que publicaremos siempre a mediados de
mes, es analizar a la mujer como objeto y sujeto de la ciencia ficción, la
mujer como personaje, como autora, como lectora, como mirada y como conducta,
como esencia detrás de lo narrado.
Los esperamos.
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